¡El de Rosado, un adiós que duele!
mayo 12, 2021
William Rosado Rincones.
Redacción Portada
Nunca habló con detalle de su muerte, pero lamentaba que si ocurría en tiempos de pandemia no fuera acompañado hasta su última morada. La madrugada del martes 11 de mayo la muerte sorprendió a William Francisco Rosado Rincones y entonces volvió a aparecer el luto en el periodismo regional, pero no estuvo solo.
Desde las afueras de la Clínica de Alta Complejidad de Valledupar partió una caravana con su cuerpo. La primera estación fue en el Club Bololó, el lugar en que por tantos años no hizo más que entregar sonrisas, consejos y apoyo en cualquier especie a quien lo necesitara, por ser tan humanitario.
Ahí el lamento fue profundo y la tristeza agobiante: la caravana que entonces estaba conformada por los integrantes de esa “cofradía”, como él solía llamarla, entonces llamó la atención de quienes iban en otros vehículos.
Unos metros más adelante del club, sobre esa misma calle 17, la siguiente estación obligada fue Radio Guatapurí, su casa periodística por los últimos años, desde donde impartía una verdadera cátedra de buen periodismo. Sacando a flote su esencia humanística, emitió desde esos 740 AM una serie de crónicas callejeras con el drama de quienes fueron golpeados económicamente en los últimos dos años por la pandemia, que paradójicamente se lo terminó llevando.
Esta vez no cruzó la puerta, no llegó a redacción a saludar a Oscar, ni a esperar el tinto de la señora Jessi, menos a leer los titulares, sus noticias o a hacer parte de las entrevistas. Esta vez siguió de largo y con una caravana de vehículos más grande llegó hasta su casa en Villa Miriam. Qué dolor el de Edy, su esposa. Qué dolor el del Carlos William y Jorge Ignacio, sus hijos varones. Qué entereza la de Yinni, su hija mayor. Qué nostalgia en el rostro de sus vecinos.
Decía William que sus vecinos de la cuadra sufrían de resfriados permanentes, porque la potencia de su aire acondicionado los ponía a toser. Siempre fue así, ‘sacando punta’ a cada cosa que ocurría en su día, tal vez por eso la cuadra tenía la imagen de todos con globos blancos, como rindiendo tributo al buen vecino.
La ruta llegó a Valencia, que recibió a la larga fila de vehículos con música de Calixto Ochoa, otro hijo de ese corregimiento e ídolo musical de William. La gente gritaba “gracias”, lloraban y alzaban su mano, como queriéndolo tocar por última vez, como a la espera de ese apretón de manos que siempre le dio a su pueblo.
Las campanas de la iglesia replicaron, su féretro iba pasando por ese templo sagrado que estuvo en riesgo de caer y por el que él puso ‘el grito en el cielo’ para que las autoridades no lo permitieran y no lo permitieron. Pasó por el parque principal, el mismo al que le invitaron a inaugurar en su remodelación hace tres años.
Pasó por las mismas calles en las que año tras año sale la procesión del Nazareno y que él la caminaba con su fe inquebrantable, a veces en compañía de Edgardo Mendoza o con Carlos Cadena, a veces con Aquiles, a veces conmigo o si salía todo como lo previsto caminaba con todos. Los de la Hermandad Jesús de Nazareno están desconsolados.
Las canciones de Calixto tenían un sabor distinto, esas mismas que él bailó entonces ahora producían tristeza. Pasó por las casas de familiares y llegó hasta el cementerio. Los protocolos de bioseguridad por esta pandemia impiden los abrazos efusivos y las aglomeraciones, pero no estuvo solo, sus familiares, amigos, seguidores, su pueblo lo acompañaron hasta su última morada física, porque en el cielo descansará en paz, pero en nuestras mentes seguirá su vida hasta que sea la voluntad de Dios, bailando ‘asayonao’: ‘esas son las leyes de la vida’.